sábado, 14 de julio de 2012

El quehacer del silencio.


Las canciones viejas, esos sonidos caóticos que me hacían sangran letra. Yo recuerdo bien aquella sensación libidinosa entre el sonido y la parte baja de mi nuca. De mi nunca.

He cerrado tantos libros que nisiquiera leí, que este analfabetismo emocional me enclaustra en una tremanda tristeza: hombre, ¿cómo puedes enamorarte y amar para luego fijarte en aquello de lo que no te enamoraste nunca? para luego hablar de claridad, de sinceridad y desamor, como si le contaras a un niño que a las moscas se les mata porque son sucias, y no hay que sentirse mal por ello.

Si ella pudiera ser otra, definitivamente te hubiera matado, antes de haberse matado a ella. Esto es una lástima, al igual que tus palabras, una más dolorosa que la otra, y peor aún cuando decides quedar en silencio: es aquel instante donde la herida queda expuesta sin presión alguna, sin metal que la colme, y entonces la sangre, el llanto, el dolor, la angustia y el doblemente silencio se desprenden, todos juntos, en un instante más que eterno, en uno solidario con todas las tragedias ausentes y peores aún a esta. No hay ruído, no hay música, no hay caos, no hay nisiquiera silencio.

Te he sentido tantas veces sudar sobre mi regazo, que esta sequía no es sólo la falta de tu cuerpo sobre el mío, es la sensación de que el fantasma que nos traía amores el uno al otro ha muerto, accidentado en alguna rama de todos esos bellos paisajes que hoy odio, de todos aquellos cielos que nos han separado para que tú sepas cómo dejarme sola sin sentir mi soledad rasgándote la espalda.


Es esto sordo y un sólo sentimiento: el de tu indiferencia ante tan tierno asesinato.






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